Cuando compré mi piso viejo en el centro, parecía que el tiempo se había parado en los años setenta, con paredes amarillentas y un baño que gritaba “sálvame” en cada azulejo. Decidí darle un giro total y me lancé a una reforma de pisos Pontevedra que me tuvo entre planos y muestras de pintura más tiempo del que esperaba, pero que al final valió cada minuto. No soy arquitecto ni nada por el estilo, pero con ayuda de un amigo que sabe de esto y muchas ganas de cambiarlo todo, fui descubriendo que una buena planificación es lo que separa un desastre de un hogar donde dan ganas de quedarse a vivir para siempre.
La planificación fue como armar un rompecabezas gigante, porque no se trata solo de tirar tabiques y poner suelos nuevos, sino de imaginar cómo quiero moverme por el espacio cada día. Por ejemplo, la cocina era un pasillo oscuro donde apenas cabía una persona, así que decidí abrirla al salón, quitando una pared que parecía más un castigo que una división útil; ahora, mientras preparo el café, puedo charlar con quien esté en el sofá sin sentirme atrapado. Dibujé un montón de bocetos en servilletas, pensando en dónde pondría la tele, cómo aprovechar la luz que entra por las ventanas y hasta dónde metería un rincón para leer con una lámpara chula. Luego vino lo de medir todo mil veces, porque si te pasas un centímetro, te toca improvisar como si fueras MacGyver, y yo no quería acabar con un sofá que no entrara por la puerta.
Los permisos fueron un capítulo aparte, porque no puedes ponerte a derribar paredes como si fueras Hulk sin que el ayuntamiento te dé el visto bueno. Tuve que ir con mis planos bajo el brazo a pedir licencias, y me pidieron un informe técnico que explicara que no iba a hundir el edificio ni molestar a los vecinos con el ruido; el amigo que me ayudó lo redactó, pero igual tuve que esperar semanas, tomando café tras café mientras imaginaba mi piso nuevo. Si vas a tocar algo estructural, como una viga, te miran con lupa, y menos mal que en mi caso solo eran paredes divisorias, porque si no, habría sido una odisea de papeleo que me habría hecho tirar la toalla. Al final, con todo en regla, llegó el momento de empezar a romper cosas, que fue más divertido de lo que suena.
Elegir los materiales adecuados para cada rincón fue como ir de compras con un presupuesto que no quería pasarse de listo. En el salón puse un suelo de madera clarita que parece sacado de una revista, pero que aguanta mis torpezas sin rayarse a la primera; lo combiné con paredes blancas para que todo se viera más grande y luminoso, porque el piso no es un palacio precisamente. En el baño, me enamoré de unos azulejos grises que imitan piedra, y aunque costaron un poco más, le dan un rollo moderno que hace que ducharme sea casi un evento. Para la cocina, elegí encimeras de cuarzo que no se manchan ni con mi talento para derramar salsa, y cada cosa la fui pensando para que durara y no tuviera que volver a reformar en cinco años.
Ver cómo mi piso se transformaba me tuvo en una nube todo el proceso, aunque hubo días en que el polvo y el ruido me hicieron dudar de mi cordura. Los vecinos me miraban raro cuando subía con muestras de pintura, pero ahora que ven el resultado, hasta me piden consejos como si fuera un experto. La reforma de pisos Pontevedra me enseñó que con paciencia y ganas, cualquier espacio puede volverse tuyo de verdad, y cada vez que abro la puerta, siento que este lugar por fin me representa.